domingo, 25 de marzo de 2012

EDGAR ALLAN POE




19 de enero de 1809, Boston, EEUU
7 de octubre de 1849, Baltimore EEUU

* 

El miedo es viejo como el tiempo y como el hombre.

Sin darnos cuenta, 
su sombra, disfrazada de mil formas, nos cubre.

Es una sensación rara, extraña,

que hace que nuestro corazón emprenda una veloz carrera,

que nuestro cuerpo se paralice,

que nuestra boca se reseque y un largo escalofrío recorra,
de punta a punta, nuestra espalda.

Cuando esa sensación se queda con nosotros,

cuando permanece insistente e invencible,

y se adueña de nuestra mente, de nuestros actos,

hace su aparición el terror.

Hay pocas cosas que el hombre no haya comercializado.

También el miedo y el terror se venden.

Millares de películas salen de los estudios,

llevando el espanto a millones de espectadores

en miles de salas de todo el mundo.

Inconscientemente, buscamos e incluso pagamos,

el encontrarnos frente a emociones fuertes.

La literatura ha tocado infinidad de veces el tema.

Literatura buena, muy pocas veces, mala la mayoría.

Es difícil plasmar en palabras las sensaciones,

porque el miedo necesita el soporte material de las imágenes,

necesita la aportación de los sentidos, la vista, el oído, ...

Es difícil, pero posible cuando se posee una gran imaginación

y una mente capaz de traspasar los límites de lo real y lo posible.

Este es el caso de Edgar Allan Poe,

nadie como él ha sabido llevarnos por los senderos del miedo,

abriéndonos las puertas del misterio,

descorriendo el velo de lo imposible.

Ante nosotros, hace desfilar un mundo insospechado,

un mundo extrahumano y a la vez, tan real, tan lleno de vida.

Poe, a la manera de una araña,

paso a paso, hilo a hilo,

va envolviéndonos en una enorme tela

en la que nos sentimos atrapados, sin salida...

Y en el centro, entre la maraña de hilos que convergen,

un clima denso, cargado de tensiones, que al final se rompe,
 como en una explosión, en un desenlace inesperado.

En Poe, lo sobrenatural, lo extraordinario, lo horrible,

toma forma, palpita, se debate entre lo humano y lo fantástico.

Un hombre nacido en plena época romántica se adelanta a su tiempo,

crea futuro, casi lo que hoy llamamos ciencia ficción.

Autor de vanguardia, su figura se eleva solitaria y gigantesca.

Cuando leemos sus relatos nos damos cuenta que el estilo, la forma,

el artificio literario del que van revestidos, pasa a un segundo plano;

lo que realmente interesa a Poe, y lo consigue siempre,

es asustarnos, impresionarnos, aterrorizarnos.

La vida de Poe parece sacada, arrancada casi, de una de sus narraciones:

una sombra miserable y angustiada que se arrastra por un mundo

al que no comprende y que a su vez, le ignora a él.

Edgar, pese a su extraordinaria inteligencia,

es un hombre de voluntad débil,

siente miedo ante la realidad del vivir diario y se refugia en la bebida.

No es sólo en la literatura una figura solitaria, también en lo personal.




)(


Los hijos de Poe
Fernando Savater


De pocos autores puede decirse que hayan dado origen a un nuevo género literario, pero a Edgar Allan Poe se le atribuye a justo título de paternidad de dos:
el cuento fantástico moderno y la narración detectivesca.
Dejemos en esta ocasión a un lado a Dupin y su progenie de sabuesos. Poe introduce en literatura el virus hasta hoy felizmente incurable de una nueva forma de lo macabro y lo espeluznante, elementos ancestrales de los relatos desde que los primeros humanos se sentaron a escucharlos en torno al fuego recién inventado, mientras en la negrura circundante acechaban los tigres de dientes de sable y barritaban los mamuts.

Sin duda el autor norteamericano toma algunos ingredientes para su pócima -la comicida grotesca, los personajes caricaturescos y las visiones opiáceas- del inevitable E.T.A. Hoffmann, pero su receta es absolutamente personal.
Para empezar, descarta las concesiones a la superstición, a la leyenda milagrosa y a los demonios de sacristía.
Su pánico no viene de fuera sino que nace en el interior descreído del hombre moderno. Como bien aclara en el prefacio de sus Cuentos de lo grotesco y arabesco con orgullo de precursor:

"Si el terror ha sido el tema de buena parte de mis obras, este terror no proviene de Alemania, sino de mi alma"


En sus narraciones lo sobrenatural siempre es la prolongación de los natural por otros medios: lo que desafía a las leyes de la naturaleza es la subjetividad que las interpreta y quisiera transgredirlas hasta sacudirse su yugo fatal.

En la mayor parte de los casos los cuentos están narrados en primera persona para que el lector tenga menos escapatoria cuando llegue lo irremediable. Sus protagonistas llevan dentro de sí una grieta precursora del inminente desastre, com la fachada de la casa Usher.
Por esa grieta penetra -o salen- los espectros encarnados del pavor. Pero no hay en dichos relatos concesiones a la vaguedad ni la incoherencia de corte romántico: son artefactos lógicos, de precisión clínica, en los que cada acontecimiento y cada detalle ambientan se encaminan a producir un efecto único y traumático.
Por eso resultan inolvidables y hasta quienes menos aprecian recursos truculentos no pueden ya librarse nunca de los que les sucedió al encontrarse por vez primera al señor Valdemar.

Es difícil comprimir en pocas líneas la nómina de seguidores que tiene Poe, tanto entre los escritores como primordialmente entre los lectores, aunque naturalmente sólo puedo referirme con nombres y apellidos a aquellos. Los primeros estuvieron, por supuesto, en su propio país, como su contemporáneo de origen irlandés Fitz James O'Brien (su impresionante cuento ¿Qué era aquello? prefigura El Horla de Maupassant y las pesadillas de Lovecraft, ambos también discípulos del bostoniano) o Ambrose Bierce, el mejor de todos por su humor macabro y el trato familiar con fantasmas, que sólo igualará M. R. James. Después Baudelaire lo importa a Europa y así impregna a los mejores de cada país: Villiers de l'Isle-Adam, Gustavo Adolfo Bécquer (algunas de sus Leyendas cuentan entre lo más exquisito del género), Sheridan Le Fanu o el mismísimo Charles Dickens. Quizá el mejor heredero de Poe sea R. L. Stevenson, no sólo en la obra maestra Jeckyll y Hyde sino también en Olalla o Markheim. Después, Arthur Machen, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y la lista inacabable de los contemporáneos: Borges, que sigue la línea lógica y cosmológica menos frecuentada, Robert E. Howard (Palomos del infierno, La sombra de la bestia), Ray Bradbury, Julio Cortázar, Richard Matheson (¡aquella negra maravilla de tres páginas con que se dio a conocer, Nacido de hombre y mujer!), Robert Bloch, Jean Ray, Stephen King o buenos autores españoles como José María Latorre o Pilar Pedraza... Porque ¿quién de los que ayer o incluso hoy mismo de verdad cuentan no sigue la traza de Poe, es decir, su poe-ética?
Lamentamos que su vida fuese breve, como si supiésemos cuánto debe durar la vida de cada cual para realizarse plenamente.
Y le compadecemos porque fue desdichado, atendiendo superficialmente a su neurosis, a su pobreza, a la pérdida temprana de su amada Virginia, a su alcoholismo... Demasiada presunción por parte de nosotros, los felices. ¿Desdichado? Nada sabemos del gozo sombrío de inaugurar esa alameda rigurosa y siniestra por la cual aún transitamos, con la jauría infernal en los talones. Quizá él nos espera, sonriente y verdoso, al otro lado.







POE & CORTÁZAR

Edgar Allan Poe y las traducciones de Julio Cortázar. 

Corría la mitad del siglo XX cuando Julio Cortázar, además de oficiar como fantástico escritor

 –nada más literal que este adjetivo en él- se vio en la necesidad económica de realizar traducciones como único medio de sustento.
Ese año de residencia en París, 1953, formó parte de una de las épocas de mayor escasez económica tanto para él como para Aurora Bernárdez, su primera esposa. Y fue en ese mismo año cuando recibió un particular encargo de la Universidad de Puerto Rico. La tarea era traducir la prosa completa del escritor estadounidense Edgar Allan Poe al castellano

A Cortázar, admirador declarado de Poe y que alguna vez afirmara que comenzó a escribir relatos precisamente motivado por la lectura de él, esta fina y exigente tarea de traducción le deparó varios meses de trabajo constante y agobiante. Tal fue su dedicación a la obra del escritor estadounidense que al concluirla y enviarla en encomiendas a su destinatario no logró distenderse hasta saber que los originales habían sido recibidos en perfecto estado. Temía las razones más disparatadas que le pudieran ocurrir, ya sea una rata que le comiera parte de los mismos, una gota de humedad que se filtre dañándolos irremediablemente o que alguno de ellos se perdiera en el trayecto, como lo afirmara en una de las tantas entrevistas que le hicieran. Pero ninguno de los temores de Cortázar se hicieron realidad: los paquetes con las traducciones llegaron en buenas condiciones y la obra al fin pudo ser editada con prólogos y anotaciones suyas. Cortázar respiraba nuevamente.

Lo que no imaginaba Cortázar –o sí imaginaba, porque es lógica habitual en él que imagine este tipo de cosas cuando siempre supo lo que hacía- era que acababa de realizar una de las mejores –sino la mejor- traducciones de la obra de Edgar Allan Poe en prosa que jamás se haya hecho en la vasta historia literaria. La crítica en general no tiene dudas en este punto y afirma que la traducción de Julio Cortázar es una de las más relevantes que se han hecho de la obra del escritor estadounidense.

Si bien Poe era admirado por Cortázar al entender que a partir de él surge el cuento moderno, éste no siguió completamente sus pasos. Las historias fantásticas de Poe, el misterio y el terror que latían a golpes de sístoles y de diástoles en cada uno de sus cuentos, se parecen poco a la frescura de las excelentes narraciones de Cortázar. Hay similitudes en algún que otro relato, algún misterio nocturno en un colegio, una feroz criatura que ronda una casa familiar en Bestiario, un asesinato en uno de sus mejores cuentos –por la síntesis y por lo cíclico- pero fuera de ello, Cortázar supo tomar de Poe la tensión, ese instante único en que la respiración cesa y sostenerlo con la misma latencia de su maestro. Pero Cortázar tenía ese valor distintivo de los escritores latinoamericanos, esa segunda salida por la puerta trasera que hacía de la tensión de un relato una resolución no siempre trágica, sino, tal vez, melancólica y profunda: La autopista del sur es uno de ellos.

Será tal vez que en Poe lo dramático se volvía tragedia. Será tal vez que en Cortázar la tragedia se volvía drama. Sin embargo, los dos sabían que un cuento, al fin y al cabo, infiere indefectiblemente una resolución casi como la de la vida, imprevista y fatal.

Ricardo Cardone                                                                                                                               
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Manuscrito hallado en una botella

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.




Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.


Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.


El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

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YES

SOON
 ÁLBUM RELAYER (1974)



Soon oh soon the light
Pass within and soothe the endless night
And wait here for you
Our reason to be here

Soon oh soon the time
All we move to gain will reach and calm
Our heart is open
Our reason to be here

Long ago, set into rhyme

Soon oh soon the light
Ours to shape for all time, ours the right
The sun will lead us
Our reason to be here

Soon oh soon the light
Ours to shape for all time, ours the right
The sun will lead us
Our reason to be here



)(


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