Existe una infección cerebral, que se llama ideología mórbida, mucho más contagiosa que la gripe del pollo o la enfermedad de las vacas locas, contra la que no existen vacunas. Uno de los síntomas de esta infección es una fiebre rara que te impide ver el lado sórdido de los políticos de tu partido. Aunque los medios de información descubran y aireen cada día sus delitos de cohecho, malversaciones de caudales públicos y robos descarados piensas que sus tropelías no te atañen. Los votas, pero tú eres un ciudadano honorable. Por mucho que los veas entrar y salir de los juzgados y de las cárceles, esa fiebre ideológica te obliga a creer que basta con el cabreo para sentirte a salvo del contagio. Los votas, pero tú eres un ciudadano incontaminado. La virulencia de esta infección cerebral te llevará a las urnas una vez más como un borrego y, pese a haberte desayunado a lo largo de una legislatura con los latrocinios evidentes de los políticos de tu partido, incluso celebrarás su triunfo si ganan las elecciones. Pero después de depositar el voto en su favor, aunque no lo notes, volverás a casa con el cerebro seriamente dañado. Los efectos de esa lesión son expansivos y envolventes, actúan como una lenta bajada de las defensas, de modo que sin darte cuenta irás perdiendo la autoestima y llegará un momento en que ya no podrás reaccionar contra cualquier clase de injusticia, hasta considerar muy natural que te roben a ti directamente. A estas alturas, un ciudadano libre tiene la obligación de saber que votar a un Gobierno corrupto es un acto inmoral, que te hace cómplice de la corrupción. Te creías vacunado contra esa basura, pero un día el espejo ante el cual tu rostro se refleja, puede que te dé un veredicto fatídico: si de forma consciente votas a un político corrupto es porque tú en su caso harías exactamente lo mismo.
Don din
din dan
ya.
La gracia nevando
y el puerco sangrando
la perla temblando
la llama llamando
y el chantre cantando
y el ama amasando
nevando
la gracia en la ciudad
sin fe.
Dónde, dónde, dónde fue.
Pues aquí
pues allá
no sé...
Pero ¿qué más da?
La luna rocío
el sol su sed
el rico oro
el pobre palidez.
Eh, eh
ah, ah.
Uno solo tiene aquello que da.
Don din
din dan
ya.
Nacida la vida
la peña florida
la loba dormida
la casa caída
la leche vertida
la cierva parida
la vida
nacida de la mar
sin fe.
Cómo, cómo, cómo fue.
Pues así
pues asá
no sé...
Pero ¿qué más da?
Tristeza el espejo
los ojos miel
amor el hombre
justicia la mujer.
Eh, eh
ah, ah.
Lo que olvide uno
todo eso sabrá.
Don din
din dan
ya.
La grana granada
y el alba alborada
la mora morada
la pólvora helada
la carne encarnada
la sombra asombrada
granada
la grana de la paz
sin fe.
Cuándo, cuándo, cuándo fue.
Pues ayer
pues será
no sé...
Pero ¿qué más da?
La cal delirio
el vino pez
el reo cáñamo
y terciopelo el juez.
Eh, eh
ah, ah.
Cuando ciegue el alma
el ciego verá.
Don din
din dan
ya.
La muerte muriendo
y el río riendo
y el papa paciendo
y el lirio liriendo
y el credo creyendo
y adán sin atuendo
de estrella en estruendo
reverdinaciendo
muriendo
muriendo la fidelidad
sin fe.
Cuándo, cómo, dónde, qué.
Te diré
pues verás
no sé.
Pero ¿qué más da?
Eh, ah.
Todo lo que esperes
jamás lo verás.
Don din
din dan
din don dan.
Agustín García Calvo
“Canciones y soliloquios” Poema 61