JULIO CORTÁZAR & CAROL DUNLOP
OSITA&LOBO
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De cómo escribimos una carta que no por insólita dejaba de merecer respuesta, cosa que no aconteció, y de cómo en vista de ello los expedicionarios decidieron ignorar tan incalificable conducta y llevar a buen término lo que en ella se explicaba de la manera más galana y detallada.
Jacky Terrasson - Sous le ciel de Paris
París, 9 de mayo de 1982
Señor Director de la Sociedad de las Autopistas
41 bis, Avenue Bosquet
75007 PARIS
Señor Director:
Hace algún tiempo, su Sociedad me pidió autorización para publicar en una de sus revistas, algunos pasajes de mi cuento titulado La autopista del sur. Por supuesto otorgué con viva satisfacción dicho permiso.
Me dirijo ahora a usted para solicitarle a mi vez una autorización de naturaleza muy diferente. Junto con mi esposa Carol Dunlop, igualmente escritora, estudiamos la posibilidad de una «expedición» un tanto alocada y bastante surrealista, que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de nuestro Volkswagen Combi, equipado con todo lo necesario, deteniéndonos en los 65 paraderos de la autopista a razón de dos por día, es decir, empleando algo más de un mes para cumplir el trayecto París-Marsella sin salir jamás de la autopista.
Aparte de la pequeña aventura que esto representa, tenemos la intención de escribir paralelamente al viaje un libro que contaría en forma literaria, poética y humorística las etapas, acontecimientos y experiencias diversas que sin duda nos ofrecerá tan extraña expedición. Dicho libro se llamará quizá París-Marsella en pequeñas etapas, y está claro que la autopista será su protagonista principal.
Tal es nuestro plan, que se llevaría a cabo con el apoyo de algunos amigos encargados de reabastecernos cada diez días (aparte de lo que encontraremos en los paraderos de la autopista).
El único problema está en que, según creemos saber, un vehículo no puede permanecer más de dos días en la autopista, y por esa razón nos dirigimos a usted para pedirle la autorización que, llegado el momento, nos evitaría tener dificultades en los diferentes peajes. Si piensa usted que nuestra idea de escribir un libro sobre el tema no resulta desagradable para su Sociedad, y que no hay inconveniente en autorizarnos a «vivir» un mes desplazándonos a razón de dos paraderos por día, me agradaría recibir su respuesta lo antes posible, puesto que quisiéramos partir hacia el 23 de este mes. Queda igualmente entendido que de ninguna manera quisiéramos que nuestro proyecto fuera difundido por la prensa pues, siendo conocidos como escritores, podríamos ver perturbada nuestra soledad de expedicionarios. Llegado el día, nuestro libro se encargaría de contar la historia al público en general.
Agradeciéndole por adelantado su buena voluntad con respecto a este proyecto, le ruego acepte, señor Director, mis sentimientos más sinceros, así como los de mi esposa.
JULIO CORTÁZAR
Esta carta fue enviada el 9 de mayo de 1982. El día 23, luego de abrir infructuosamente y por última vez nuestro buzón, entendimos que dos semanas habían bastado de sobra para que una sociedad comercial, por más plagada que esté de computadoras y de secretarias biliosas, respondiera a nuestra modesta petición. Mirándonos en los ojos, nos estrechamos la mano con energía y dijimos al mismo tiempo:
—¡Co-expedicionario, mañana a las cuatro de la tarde ponemos proa hacia nuestro destino!
Con lo cual queríamos decir que, saliendo de la rue Martel, tomaríamos por la rue des Petites-Ecuries en dirección de la République, de ahí a Austerlitz (¡buen presagio!) y luego de franquear la distancia hasta la Porte d'Italie nos introduciríamos con la decisión que nos caracteriza en la autopista del Sur y haríamos nuestra primera etapa a la altura de Corbeil.
Todo lo cual aconteció con una exactitud que no dejó de sorprendernos, pues los dos somos especialistas en equivocar el rumbo y no nos hubiera sorprendido demasiado encontrarnos en la autopista del Este o en la Place des Victoires. Pero una vez enchufados en la buena dirección, ¿quién hubiera podido detenernos? Muy al contrario: ya podíamos sacar el primer sandwich y decirnos que estábamos solos, increíblemente solos, en la primera etapa de una aventura de la que el lector no tiene la menor idea, como nosotros en aquel momento.
*
Carol y Julio estaban enfermos. Carlos Polimeni, autor del libro "Cortázar para principiantes” cuenta que Carol sabía que Julio estaba gravemente enfermo y que Julio sabía que Carol también lo estaba, pero que ambos decidieron no contarle al otro la verdad.
El médico del escritor se mostraba reacio a que dejara su domicilio en París, pero la experiencia de sus viajes a Guatemala había sido excepcional. “Hace años que no había visto a Julio tan bien”, escribe Carol Dunlop. En unas vacaciones en Marsella, fue ella quien tuvo que ser ingresada en el hospital. Tras su recuperación, la pareja invirtió seis días en llegar a París en automóvil para que Carol no se desgastara en esas condiciones. Fue en esos días cuando planean hacer el camino contrario: por autopista, pero a la velocidad del caracol.
Emprenden el viaje a bordo de una vieja y destartalada furgoneta Volkswagen Kombi de color rojo, a la que apodan “Fafner”, como el dragón de Wagner; durante 33 días (del 23 de mayo al 26 de junio de 1982) se convierte en una casa rodante, cuyo equipaje consiste en víveres, utensilios de aseo, ropa, libros, un cámara de fotos, dos máquinas de escribir, algunas cintas de música, ...
Chet Baker - My funny Valentine
«Cosmonautas de la autopista, a la manera de los viajeros interplanetarios que observan de lejos el rápido envejecimiento de aquellos que siguen sometidos a las leyes del tiempo terrestre, ¿qué vamos a descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren?».
Los autores suelen dialogar entre ellos o aludirse recíprocamente a lo largo de este diario de viaje. Como es natural se llaman por sus nombres de pila pero también, como es todavía más natural, se valen con frecuencia de sus nombres más íntimos, que confían ahora al lector dado que les parece justo confiarle todo lo que se refiere a la expedición y a la vida personal que la sustenta. Así no tardarán en aparecer referencias a la Osita y al Lobo, y en el caso de este último hay incluso un fragmento de un Manual de los Lobos que la Osita preparaba para su placer pero también para que el Lobo fuera menos tonto que de costumbre y conociera algo mejor tantas cosas que solo las Ositas conocen de verdad.
El guardián del tesoro de los Nibelungos
A nuestro vehículo Fafner, se le llama con frecuencia Dragón. A vuelta de página se dan detalles de su naturaleza telúrica, pero aquí es bueno decir que nuestra triada no solo se servía de sus nombres silvestres por razones de afecto e intimidad, sino porque a lo largo de la expedición se fue identificando cada vez más con los bosques, los prados y los animales del mundo más secreto de la autopista. Era nuestro lado cuento de hadas, nuestra ecología inocente, nuestra felicidad en pleno fragor tecnológico, que anulábamos queriéndonos.
*
Vistas desde la altura de la infancia (o al menos vueltas a ver en el recuerdo de esa altura) en la que jugar es una obligación, las reglas que todo lo determinaban parecían existir desde tiempos inmemoriales, y si uno se aventuraba a hacer notar que alguien había tomado a su cargo el inventarlas... ¡atención, niño subversivo!.
Entrar en el juego —cuando no se trataba de juegos de fantasía, yo seré el rey y tú el indio, pues ahí sí las «reglas» fluctuaban al ritmo de la imaginación, pero solo las amistades muy sólidas sobrevivían a ellas—, era quizá el aprendizaje menos doloroso de esa pérdida de libertad que asociamos (¿inútilmente?) al hecho de crecer, de «vivir en sociedad» donde las reglas son no menos arbitrarias, por lo menos en gran parte (barrera protectora de lo cotidiano, ¿quién ha decidido que todo tiene límites?), que las de la rayuela (¿no se podría jugarla en redondo, incorporarla a los árboles, a los rascacielos, o ampliar los límites del dibujo cuando el tejo cae a un costado?).
Reglas inamovibles, y nadie sabía por qué. Había que buscar circunstancias realmente excepcionales (o jugar solo) para poder modificarlas; jugar a la rayuela en la pendiente de una colina, por ejemplo, permitía al menos agregar reglas inventadas —si la piedra rueda a la derecha, una vuelta de menos, si a la izquierda, se puede saltar más allá, y si una pequeña avalancha se lleva todo, el primero que llega a casa gana—, y cambiar el mundo. Una manera de obligar a hacer trampas, quizá, que era la única puertecita de los juegos. Pero los juegos de la transgresión misma, esos se jugaban solitariamente. Cierto, había las transgresiones menores que todo el mundo esperaba, los adultos en primer lugar, y que podían compartirse con los amigos.
¿Pero la transgresión profunda, íntima, constante, esa libertad muy pronto asumida de rehusar el mundo en caso necesario? Lo más delicioso era que nadie sabía nada. Solo más tarde aprendimos a establecer con toda libertad nuestros propios juegos con sus reglas mudas y esenciales. Para dar un sentido a las cosas, cuando era necesario. Esqueletos de algunos caminos que sin ellas solo serían imaginación estéril o nada. Este viaje, sin sus reglas, no pasaría de una estupidez (recorrer el país entre París y Marsella solo tiene un interés turístico, mientras que hacer el viaje...).
¿Pero hay que creer que una regla pierde su fuerza por haber sido transgredida? ¿Fue por perversidad que me sugeriste que diera una vuelta allá donde se alzaba el árbol perfumado? La puertecita estaba entreabierta; del otro lado un pequeño sendero, tres casitas, una casilla de perro y una cuerda de la que colgaban una sábana y dos o tres camisas.
Tarjeta postal del año 2050: Vista del suburbio en el último cuarto del siglo pasado.
¿Fue por eso que corrí a través del campo hasta llegar al auto? Pero de ninguna manera porque esa puerta me diera miedo. Y la manzana la partimos en dos a la hora del almuerzo.
*
Nunca lo hubiéramos imaginado, y tenemos que reconocer con no poco regocijo que si la imaginación nos había ayudado a inventar y a preparar la expedición, en cambio había sido incapaz de darnos el menor adelanto de lo que iba realmente a sucedernos. Que hacia la mitad del viaje hubiéramos entrado en la costumbre, incluso en la rutina, era previsible; pero que al quinto día y apenas en las puertas de Borgoña estemos llevando una vida cuya única definición posible es la naturalidad, nos deslumbra por momentos. Todo lo demás está como entre paréntesis, aunque la radio y los diarios que encontramos cada tanto nos tengan al tanto de guerras, festivales de cine, asesinatos, críticas literarias y conflictos sindicales. Todo eso es, todo eso sigue; pero es y sigue en la tierra de nadie de dos parkings diarios, de dos islas que Fafner alcanza tras unos pocos minutos de marcha insignificante. Tal vez ahí está lo más extraño: esto que hubiera debido ser lo fundamental, recorrer lentamente la autopista del sur, perdió toda importancia desde el primer día.
Los síntomas de la autopista —monotonía, tiempo y espacio obsesivos, fatiga— no existen para nosotros; apenas entramos en ella volvemos a salir y la olvidamos por cinco, diez horas, por toda una noche. ¿Qué importancia puede tener para nosotros si apenas la vemos, segmentada como estará en más de sesenta trozos, brochette de serpiente en vez de serpiente cabal y silbante? A su vez la naturalidad no crea en nosotros la menor sensación o temor de monotonía. Los paraderos son lo que son, pobres ángeles, pero cada uno representa una modificación interesante dentro del esquema único.
Cuando encontramos un buen lugar para detener a Fafner, buscando la sombra de un bosque o en el peor de los casos un lugar lo más alejado posible del ruido de la autopista, descubrimos cada vez la alteración de los elementos comunes. El W. C. que teníamos a diez metros a la derecha, está ahora a veinte hacia la izquierda o atrás; el bosquecillo de esbeltos troncos de anoche es ahora una masa de robles de donde caen cada tanto simpáticos gusanos que se pasean por nuestros jeans o las máquinas de escribir, y nos miran (eso es seguro, nos miran y parecen contentos y confiados como si supieran que vamos a jugar con ellos un rato y ponerlos luego en una gran hoja para que nos dejen de fastidiar); las mesas con sus bancos de tablones rústicos, donde es tan agradable almorzar o cenar, se distribuyen de otra manera, lo mismo que las latas de basura, cuya generosa abundancia nos colma.
Todo esto no alcanza a fijarse demasiado en un viaje rápido, en el que los parkings son apenas el alto higiénico o gastronómico; nadie va a entrar en comparaciones detalladas con respecto a los paraderos precedentes ya que, con perdón de la autoparáfrasis, todos los parkings el parking. Pero nuestro caso es muy diferente: apenas hemos terminado de desgajarnos de uno cuando ya estamos a la espera del que va a llegar, conjeturando sus posibles cualidades o temiendo una mala sorpresa, modelando a base de deseo ese próximo refugio que pocos minutos después mostrará su primera gran P y su promesa de estar ahí a 1.000 metros, luego a 200, y luego otra vez el ritual de entrar lentamente, estudiando posibilidades, desechando falsas ventajas que la experiencia ya ha puesto en descubierto.
Esta tarde, por ejemplo, el mejor lugar bajo unos robles dorados y sombríos estaba copado por una abundante familia que había organizado su almuerzo en una de las mesas y lo saboreaba como se debe. Semejantes a sioux, a comanches sigilosos, detuvimos a Fafner a quince metros con el aire de los que solo se paran para tomar un trago o estirar las piernas, pero mientras Carol, cual la princesa Pocahontas al acecho de caras pálidas se paseaba displicente calculando en qué momento la familia pasaría del café al automóvil, yo en el volante me mantenía atento para que turistas alemanes o parisienses no entraran como un bólido a quitarnos el buen lugar. Estas maniobras un tanto subrepticias parecerán ingenuas pero no lo son. De ninguna manera podríamos decirle a quien pretendiera quitarnos el lugar, que vamos a vivir treinta y tres días en la autopista, porque pensará en la necesidad de telefonear a un psiquiatra o, en el mejor de los casos, a la policía. Y sin embargo estar cómodos es una razón capital para quienes deberán hacer frente a tantas semanas de esforzada expedición.
*
¿Monotonía de los paraderos? A nosotros nos parecen cada vez más variados, los sentimos y vivimos como a microcosmos en los que nuestra cápsula roja aterriza cada día como en planetoides ignotos.
Hasta ahora habíamos sido siempre David contra Goliath: ¿Qué puede un Renault 5, o incluso un tremendo Porsche a la hora en que un camión con remolque lo precede, otro lo sigue a diez metros y le mete en el retrovisor su enorme cara de gigante amenazador, mientras un tercero lo pasa haciendo temblar el espacio y soltando horrendos bufidos? Es así que los usuarios de las autopistas no tardan en contraer un complejo poco estudiado por Freud, la camionofobia aguda, que solo se cura comprándose un camión para entrar en el bando del enemigo (esto en psicoanálisis se llama transferencia) o tomando el tren.
*
Ahora hay un aposento cuya luz tamizada va bajando a medida que el cielo se cubre y que empiezan a gruñir los truenos. Un aposento que se transforma en uno, en todos los refugios clandestinos del amor. El cielo se oscurece cada vez más, la lluvia golpetea en el techo, pero nosotros ya estamos lejos; y la llama piloto del refrigerador, si alcanzáramos a verla, podría muy bien ser el fuego de una chimenea en una gran cámara medieval escocesa en la que hubiéramos buscado refugio ante la proximidad de la tormenta. Fafner se abre como nos abrimos nosotros el uno al otro, deja de ser ese espacio simpático pero estrecho en el que hay que calcular los gestos y los movimientos para no golpearse un codo o darle un puntapié al otro o volcar la caja de huevos o el transistor.
No: se despliega, campo inmenso y vibrante; cómplices son estos tabiques que ceden a nuestros gestos sin romperse, y asociado íntimo este techo que se alza infinitamente cuando nuestros deseos exigen más lugar del que Fafner puede ofrecernos normalmente.
Pero uno se cree seguro y no siempre es así, aunque con la destreza que ya nos caracteriza hayamos anclado a Fafner en el más recogido, fragante y umbroso rincón del parking.
Apenas instalamos los Horrores Floridos, apenas sacamos libros, cuadernos, cigarrillos y bebidas, un rebullente entusiasmo procedente de la maleza se proyecta hacia nosotros y, espantados en el primer momento, recibimos a plenas manos y piernas el cariñoso asalto de un San Bernardo o las efusiones más bien interesadas de un collie. Pasada la primera sensación de ser víctimas de una fauna salvaje, hay reparto de pan, caricias, confraternidad, y el perro desaparece después de una última demostración de cariño perfectamente inmerecido y por eso tan hermoso.
Los liberan por cinco minutos, a veces por media hora de esas incomprensibles prisiones movedizas que aceptan resignados o furiosos, y su conducta en los parkings, muestra la alegría de la libertad en su forma más tumultuosa: correr, levantar la pata cinco o seis veces para no agotar el placer en un solo tronco de árbol cuando hay tantos y tan variados, olisquear todo lo olisqueable y finalmente encaminarse hacia los que poseen la eminente virtud de tener un sandwich en la mano o algunas tajadas de salame sobre la mesa. Los perros de la autopista no tienen hambre en absoluto, pedir algo es un mero pretexto cortés para entablar relaciones y olvidarse por un momento de la prisión que los espera y de la cual buscan alejarse pese a esos trizantes silbidos de llamada que son como el título de propiedad burguesa sobre los perros y a veces sobre las esposas. Vienen a nosotros porque todo perro sabe muy bien quiénes son los humanos que aman a los perros, y porque un bocado dé más ayuda a la felicidad del bosque entre los diversos episodios silvestres que puntúan la breve etapa fuera de la cárcel.
*
En ese estado de ingravidez, en esa burbuja iridiscente que cambiaba continuamente de luces y de sonidos, supimos que esa noche era la noche de nuestra fiesta, que después de tantos días de avance y exploración habíamos sido aceptados por una de las ciudades efímeras, que también sin saberlo los camioneros nos rodeaban en una ceremonia de iniciación y de reconocimiento, nos ponían en las manos las llaves invisibles de la ciudad fantasma, y que al alba el lugar estaría desierto y gris, que Fafner despertaría como Cenicienta en una playa de cemento vacía e indiferente.
Vivimos la maravilla de que tanta cosa horrible en sí misma se volviera maravilla por y para nosotros, aceptamos en una lenta, deliciosa ceremonia interminable todo lo que habíamos rechazado siempre en nuestra vida de ciudades estables y petrificadas.
Beduinos en el aduar de una noche, mutantes de unas pocas horas en que amarse era como hacerlo en un calidoscopio, proteiformes y huyentes, cubiertos de estrellas fosforescentes o envueltos en rápidas ráfagas de sombra, cayendo en pozos de silencio donde nuestro murmullo era como una caricia más, hasta recibir el chirriante latigazo de una frenada como un eco de terrores antediluvianos, de megaterios pisoteando los helechos del tiempo. Y después dormimos, Osita, y ya entrada la mañana seguías durmiendo y solo a mí me fue dado ver el fin de la noche del paradero, el sol rasante que convertía el fuelle de Fafner en una cúpula naranja, que resbalaba entre las cortinas laterales para meterse con nosotros en la cama, empezar a jugar con tu pelo, con tus senos, con tus pestañas que siempre parecen más, que siempre parecen muchísimas más cuando estás dormida.
También yo jugué ese último juego antes de las naranjas y el café y el agua fresca, un juego que viene de la infancia y que es taparse con la sábana, desaparecer en esas aguas de aire espeso y entonces de espaldas doblar poco a poco las piernas levantando la sábana con las rodillas para hacer una tienda, y dentro de la tienda establecer el reino y allí jugar pensando que el mundo es solamente eso, que por fuera de la tienda no hay nada, que el reino es solamente el reino y que se está bien en el reino y nada más hace falta.
Dormías dándome la espalda, pero cuando digo que me la dabas estoy diciendo mucho más que una mera manera de decir, porque tu espalda se bañaba en el resplandor de acuario que nacía del sol filtrándose por la sábana vuelta cúpula traslúcida, una sábana de finas rayas verdes, amarillas, azules y rojas que se resolvían en un polvo de luz, oro flotante donde tu cuerpo inscribía su oro más sombrío, bronce y mercurio, zonas de sombra azul, pozas y valles.
Nunca te había deseado tanto, nunca la luz había temblado tanto en tu piel. Eras Lilith, eras Cypris, de la noche del paradero renacías al sol como los murmullos de fuera que crecían, los motores arrancando uno tras otro, el rumor de la autopista creciendo con el aflujo que cada paradero echaba ya a correr después del sueño. Te miré tanto, sabiendo que ibas a despertar perdida y asombrada como siempre, que no entenderías nada, ni la tienda secreta ni mi manera de mirarte, y que los dos empezaríamos el día como siempre, sonriéndonos y «¡jugo de naranja!», mirándonos y «¡café, café, montañas de café!».
*
El feísimo paradero pelado y asoleado está casi vacío, y el camión de Castellón de la Plana se detiene delante de Fafner cuyos moradores se dedican a lavar los platos luego de haber consumido un nasi-goreng particularmente logrado (por el fabricante). El camionero baja a lavarse las manos, como decimos todos en estas zonas acogedoras, y tiene un aire tan simpático que me le acerco y le hablo en español, sabiendo qué eso es como un regalo, algo que le va a gustar. Y le gusta, claro, y nos quedamos charlando un momento. Hace mucho que he aprendido que para abrir una conversación de este tipo es una idiotez hablar del tiempo y de la temperatura porque son temas a nivel de gallinas; mucho más interesante es tocar de inmediato la profesionalidad, y por eso le digo que su trabajo será duro y todo eso, pero que en mi opinión le da más libertad que estar empleado en el correo o en el Banco de España.
—Es cierto —me dice—, pero eso vale para los solteros.
—Ah. Claro, comprendo. Usted...
—Pues a mí me acaba de nacer una niña hace dos días en Málaga.
—Hombre, felicitaciones. ¿Y todo bien?
—Pues a mí me acaba de nacer una niña hace dos días en Málaga.
—Hombre, felicitaciones. ¿Y todo bien?
—Sí —me dice con una mezcla de alegría y de frustración—, pero ya ve, pensábamos que sería dentro de diez días, cuando yo estuviera allá, y la cría nos ha ganado de mano, coño.
Vuelvo a felicitarlo, y nos despedimos porque lo veo ansioso de tragarse la autopista y llegar pronto, pero antes me dice que quiere saludar a Carol y se acerca a Fafner para darle la mano y de paso repetirnos la historia. De golpe está como iluminado por la felicidad, trepa a su camión y se pierde a la distancia, pensando tal vez que ya hay dos personas que también saben de su niña, dos desconocidos que se alegraron con él en un paradero cualquiera del mundo y de la vida.
*
Pasó al poco rato, cuando quisimos celebrar nuestro primer hotel de la autopista y buscamos en el mini-bar del dormitorio las dos rituales botellitas de whisky y los cubos de hielo. Llené un vaso para Carol, preparé el mío y nos sentamos a beber y a fumar después del baño caliente que tanto necesitábamos. Cuando probé mi whisky, supe instantáneamente que había caído en una vieja, repetida trampa. Solo en ese momento me di cuenta de que mi botellita se había abierto sin esfuerzo, mientras que la de Carol tenía la resistencia de todo cierre bien asegurado. El color de mi bebida era el del whisky, pero la orina también puede tener ese color. Fui al baño, me enjuagué la boca, y abrí una botellita de Martini que, ahora que lo verificaba cuidadosamente, estaba perfectamente cerrada. Carol quiso minimizar generosamente ese no menos mínimo pero repugnante horror. No debía ser orina sino algún shampoo, cualquier líquido amarillento que podía imitar el color del whisky.
Poco me importaba ya, aunque estaba seguro, aunque veía repetirse eso que los argentinos llaman una ranada o una viveza o una cachada, y los mexicanos o los daneses o los italianos vaya a saber cómo pero siempre lo mismo, mear en una botella de cerveza o de whisky, dejarla como si estuviera intacta y gozar del doble placer de no pagarla y de prever la cara o el vómito de la víctima invisible pero segura, maniatada en un futuro cercano, inevitablemente condenada a caer en esa inteligente celada.
Poco me importaba ya, aunque estaba seguro, aunque veía repetirse eso que los argentinos llaman una ranada o una viveza o una cachada, y los mexicanos o los daneses o los italianos vaya a saber cómo pero siempre lo mismo, mear en una botella de cerveza o de whisky, dejarla como si estuviera intacta y gozar del doble placer de no pagarla y de prever la cara o el vómito de la víctima invisible pero segura, maniatada en un futuro cercano, inevitablemente condenada a caer en esa inteligente celada.
No soy malo, creo, pero nunca me niego a una venganza justa, aunque solo sea mental. Pienso que es posible proyectar un deseo y que de alguna manera se cumpla, así como Keats dice en una de sus cartas que siempre es bueno hacer profecías porque estas se las arreglan después para cumplirse por su propia cuenta. Deseé minuciosamente que el autor de la broma se estrellara en cualquier lugar de la autopista, que su auto quedara como el bandoneón de Juan José Mosalini cuando lo arquea en el último acorde bien canyengue de un tango, y que el conductor no sufriera ninguna herida importante. Ninguna herida importante, sí, pero que más tarde los médicos le diagnosticaran una hipouremia irreversible o, lo que es igual, una macrocistitis lancinante, es decir que solamente pudiera mear gota a gota, gota a gota, y eso en las pequeñas probetas que los médicos necesitan para analizar diariamente la trabajosa dosis de orina y decidir que en todo caso no se trata de Johnnie Walker etiqueta roja.
*
Tristeza: eso había. Una tristeza que empezó dos días antes de la llegada, cuando en el paradero de Senas nos miramos en los ojos y por primera vez aceptamos de lleno que al día siguiente entraríamos en la etapa final. Cómo olvidar una frase de la Osita: «Oh, Julio, qué poco duró el viaje...» Cómo olvidar que en el momento de leer el cartel anunciando el final de la autopista nos llenamos de una angustia que solo podíamos combatir con el obstinado silencio que nos acompañó hasta entrar en el fragor de Marsella, buscar un lugar vacío en el Vieux Port y poner los pies en una tierra que ya no sería más la tierra del París-Marsella. Un triunfo nublado de lágrimas que secamos en un café, bebiendo el primer pastis marsellés y pensando que esa misma tarde subiríamos a Serre para descansar unos días en casa de los Thiercelin, nuestro puerto generoso, nuestra tierra de asilo de siempre.
*
Cuando el secreto dejó de serlo, cuando de vuelta en París los amigos nos rodearon para divertirse con la versión oral del viaje, a la espera del libro que completaría lo que les contábamos entre risas y bromas, una visión diferente del viaje se abrió paso en muchos comentarios. Casi en seguida hubo quienes quisieron saber si nuestras intenciones habían sido meramente lúdicas o si detrás alentaba una búsqueda de otra naturaleza, la inmersión en un paisaje no solamente geográfico, el enfrentamiento de la vida ordinaria y de ese no man's land desafiante instaurado en pleno vértigo de la civilización.
Alguien quiso saber si no habíamos llevado a la práctica una forma contemporánea de la provocación Zen, si el a veces exasperante contrapelo de un viaje opuesto a todos los módulos propuestos y favorecidos por la autopista tenía por verdadero objeto un encuentro interior, una liberación de tensiones en el orden personal e incluso histórico, si Marsella no habría sido nuestro Graal, nuestra Orplid, nuestra tierra de Urkhalya como acaso lo hubiera formulado nuestro querido José Lezama Lima.
Alguien quiso saber si no habíamos llevado a la práctica una forma contemporánea de la provocación Zen, si el a veces exasperante contrapelo de un viaje opuesto a todos los módulos propuestos y favorecidos por la autopista tenía por verdadero objeto un encuentro interior, una liberación de tensiones en el orden personal e incluso histórico, si Marsella no habría sido nuestro Graal, nuestra Orplid, nuestra tierra de Urkhalya como acaso lo hubiera formulado nuestro querido José Lezama Lima.
Todo eso nos deslumbró un poco pero nos hizo sobre todo gracia, porque jamás concebimos ni realizamos la expedición con intenciones subyacentes. Era un juego para una Osita y un Lobo, y lo fue durante treinta y tres maravillosos días. Frente a preguntas turbadoras, nos dijimos muchas veces que si hubiéramos tenido presentes esas posibilidades la expedición hubiera sido otra cosa, acaso mejor o peor pero nunca ese avance en la felicidad y en el amor del que salimos tan colmados que nada, después, incluso viajes admirables y horas de perfecta armonía, pudo superar ese mes fuera del tiempo, ese mes interior donde supimos por primera y última vez lo que era la felicidad absoluta.
Y tal vez por eso mismo comprendimos sin palabras que acaso habíamos cumplido ese viaje obedeciendo sin saberlo a una búsqueda interior que luego tomaría diferentes nombres en los labios de nuestros amigos. Comprendimos que a nuestra manera habíamos hecho un acto Zen, habíamos buscado el Graal, habíamos divisado las cúpulas de oro de la Orplid. Y que todo eso se había dado precisamente porque no lo habíamos pensado ni buscado ni propuesto, porque el amor y la alegría nos colmaban demasiado para dejar paso a una ansiedad de búsqueda. Nos habíamos encontrado a nosotros mismos y eso era nuestro Graal sobre la tierra.
Archie Shepp Quartet - Alone Together
Post-scriptum, diciembre de 1982.
Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro que fue vivido y escrito por la Osita y por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía. Apenas terminada la expedición, volvimos a nuestra vida militante y partimos una vez más a Nicaragua donde había y hay tanto que hacer. Carol reanudó allí su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad. También allí encontramos felicidad, ya no solos en los paraderos del París-Marsella sino en el contacto cotidiano con mujeres, hombres y niños que miraban como nosotros hacia delante. Allí la Osita empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso.
Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses que nuestros amigos llenaron de cariño, dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas. A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato.
Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.
LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA
o
UN VIAJE ATEMPORAL PARÍS-MARSELLA
(1983)
(1983)
Ante la nueva edición de Alfaguara, Muchnik, su primer editor, los recuerda como "dos enamoradores, dándose besos como pajaritos en el Drugstore de St Germain de Pres" Fue tan generoso Julio: me habían echado de una de las editoriales en las que trabajé, había montado la mía, y él me dejó tres libros, entre ellos Los autonautas…
De alguna manera, probar que podíamos llevar a cabo ese viaje era probarnos que teníamos armas contra lo tenebroso, no solo en sus grandes manifestaciones como la que acababa de dejarnos tan frágiles, sino también en sus expresiones más solapadas, las banalidad de las obligaciones cotidianas, esos compromisos que no significan nada en sí mismos pero que en conjunto alejan cada vez más de ese centro donde cada uno espera vivir su vida.
*
Pero ya ningún peligro para nosotros, que hemos comprendido hasta qué puntó la verdadera autopista no es aquella, sino la paralela que sospechábamos desde hace años y que por fin vivimos (tan bien que ya nos parece perfectamente normal estar así a la orilla de la ruta, hay que sacudirse de vez en cuando para acordarse de que es una aventura y no solamente otra versión de la vida de todos los días...
Vida ya bastante llena de locuras para ciertas personas, como por ejemplo los dos compadres de Julio que no sé cómo se enteraron de la expedición y supongo que vinieron en autostop hasta encontrarnos; y sin embargo, los que más usaron la palabra locura cuando se enteraron de nuestro proyecto, más belleza le dieron. Bien sabían en el fondo que ya era tarde para devolvernos al buen camino, camino que de todas maneras nunca hemos seguido ni el uno ni la otra, creo.
Vida ya bastante llena de locuras para ciertas personas, como por ejemplo los dos compadres de Julio que no sé cómo se enteraron de la expedición y supongo que vinieron en autostop hasta encontrarnos; y sin embargo, los que más usaron la palabra locura cuando se enteraron de nuestro proyecto, más belleza le dieron. Bien sabían en el fondo que ya era tarde para devolvernos al buen camino, camino que de todas maneras nunca hemos seguido ni el uno ni la otra, creo.
Donde la Osita habla de la noche.
La autopista un río rosa, sobre el cual flota una bruma violeta apenas perceptible, y los autos y los camiones pasan como fantasmas, su estrépito esfumado por la noche, por la niebla que todo lo suaviza, por la distancia que entre ellos y nosotros delimita los mundos que vivimos, como si no fuéramos ni pudiéramos ser viajeros de un mismo camino. Extraño silencio lleno de murmullos, roto de tiempo en tiempo por el arrancar de un camión, por los frenos estrepitosos de un tren, silencio hecho de sonidos y rumores y cuya existencia —de la que participa cada uno de nuestros gestos— nos confirma de algún modo que estamos ahí donde creemos estar, que el objetivo del viaje ha sido alcanzado, y solo nos queda por decirnos, con esa sonrisa que acaso sin saberlo significa que darás otro paso adelante y que me encontraré de nuevo en tus brazos, que ese objetivo que no es más fijo que los paraderos, que el mundo o las estrellas, lo estamos viviendo con una naturalidad cada día mayor.
La autopista no es una línea recta sino una espiral, nuestras dos vidas también espirales, y el vértigo de esas líneas que se cruzan, en el mosaico de los círculos y tangentes, paralelas e intersecciones; y solo una decisión arbitraria —la hemos tomado antes de internarnos por este camino, sin preocuparnos por su importancia— nos hará salir un día (felizmente todavía lejano) del juego y del espacio que las definen.
Donde la Osita le habla al Lobo y todo queda dicho para siempre
Por el momento, gran lobo marino, bogamos sobre un agua calma, clara, solo agitada por visiones de riberas donde horrores, torturas y guerras se agitan y nos acechan. Pero nuestras olas solo forman una vasta ondulación que respira al ritmo de nuestra locura. Luz, y la oscura pasión que nos empujará hasta el fin, siempre hasta el fin y más lejos. Allí donde te estrecho como si nuestras pieles fueran a disolverse al contacto de una con otra, hacer de nosotros un solo ser invisible.
Tu voz es clara, pero cuando viene ese velo de tristeza, cuando apenas empezado el viaje dudas nuevamente de su término, ¿cómo callarme, y cómo hablar? A su tiempo esa tristeza, mi amor, a su tiempo todavía lejano y doble. Por grande que sea la oscuridad, no hay negrura que me haga retroceder.
Tú, y todavía tú.
A fuerza de nadar en las grandes aguas negras, se aprende a flotar en la oscuridad. Boya de las peores tinieblas. Excluidas? ya las vejeces humillantes, las pesadillas sanitarias; y el resto no es para ahora y ya no hay más soledad posible. ¿No has comprendido qué regalo de vida fue que no murieras hace un año? Corte. Partida. Y lo desconocido que se tiende por muchos años todavía, si quieres explorarlo con tus ojos de niño.
No abandonaremos la autopista en Marsella, mi amor, ni en ninguna parte. No hay otra vuelta atrás que en espiral.
El Horror Florido tiene una palanca que permite echarse hacia atrás con fines de siesta; así, ahora, veo el árbol directamente desde abajo, la mirada puede subir de plano en plano, un poco como la libélula, desplazándose en la luz verde que tiembla levemente. Basta ese abandono, esa salida de sí mismo hacia un estado inalcanzable en la posición vertical, para ser un poco el árbol, vivir el árbol y dejar de verlo como de costumbre, eso- árbol, eso-roble o plátano o castaño; basta ser-en-el árbol para saberlo de otra manera, si saber quiere decil todavía algo. Ahora que vuelvo de esa certidumbre de pluralidad, de mundo multiforme de insectos y de pájaros (porque ellos también juegan allá arriba, pasan como grandes elefantes negros o grises o rojos entre las hojas que ocultan el casi invisible mundo de los insectos), soy el árbol como un país de inimaginables límites, superposición de ciudades flotantes enlazadas por un sistema de caminos, puentes levadizos, húmedos canales de savia, plataformas de despegue y aterrizaje, lagos de luz azul, remansos verdes.
Louis Armstrong & Ella Fitzgerald - Cheek to Cheek